El miedo que nunca muere

02/Mar/2015

Diario de Cádiz, Por M. Muñoz Fossati

El miedo que nunca muere

Lilianne Cohen no se
llama Lilianne. Pero el gran miedo que le nació al ser recluida junto a su
madre en el campo de concentración nazi de Auschwitz aún le vive hoy en su casa
de Algeciras junto a la Plaza Alta, en donde esta mujer de ascendencia turca
sefardí, venida al mundo en Italia y casada en Ceuta, vive desde hace más de 50
años. Tan inmortal es este miedo como para que la única superviviente judía de
ese infierno que reside en Andalucía prefiera todavía no dar su verdadero
nombre y elegir el que siempre le gustó tener. Y eso que están a punto de
cumplirse, el próximo abril, 70 años de su liberación, ya en el campo de
Mathausen, por los soldados americanos. “No por mí, no, ya no; es por mis
hijos y por mis nietos, aún temo por ellos”, se excusa cuando ruega que no
se vea su rostro en las fotografías.
Ese mismo temor, que
muchos no podemos comprender, es el que ha hecho que no haya querido nunca
contar públicamente su terrible y verdadera historia. “No me gusta -dice-
no me fío, Algeciras es muy chico y en España y en el mundo aún hay sentimiento
antijudío”. Hasta ahora, día en que su marido Samuel dice que se ha
producido “un milagro”.
Enseña para la fotografía
el número que le tatuaron sus captores al ingresar a su prisión: el 5528, con
la A de Auschwitz delante. “Mi madre tenía el 5527, uno anterior. Me lo
hicieron aquí porque fuimos los últimos en llegar. Los primeros lo tenían en la
parte de atrás del brazo”, cuenta mientras se señala el tatuaje, ya algo
borroso. “A mis hijos, cuando eran pequeños y me preguntaban qué era esto
les decía que era el teléfono de un novio italiano que tuve, que me lo hice
para no olvidarme ¿Qué les iba a contar tan chicos? Luego ya su padre se
encargó de decirles todo”.
Lilianne nació en Milán y
vivía en la ciudad de Nimes cuando fue apresada. Por eso ahora su acento
sorprende con una mezcla de dejes italianos, andaluces y franceses que le dan
una atractiva elegancia a su porte de ojos azules, sujetado en un bastón sobre
el que apoya sus 88 años cuando nos abre la puerta. Una imagen de fuerza que
explica, tal vez, su asombrosa supervivencia.
En aquella Francia
ocupada de los años 40, no recuerda haber tenido miedo a pesar de que la
persecución, ni haber llevado cosida a su ropa la estrella de David amarilla:
“No teníamos miedo porque nosotros éramos turcos, y no estábamos en guerra
con Alemania. Pero un francés, al que después mi madre denunció cuando volvimos
del campo, nos vendió por dinero. Tenía 14 o 15 años, y recuerdo que venía del
colegio y ví muchisíma gente en un caminito delante de casa, y yo preguntaba
qué pasa, qué pasa. Y me decían, no entres, no entres en casa, y yo decía por
qué no voy a entrar: porque está la Gestapo. Yo dije donde está mi madre estoy
yo. Entré y me cogieron a mí también. Es que si yo no entraba, mi madre estaría
sola, y yo no podía consentir eso. Mi padre entonces estaba en Tánger”.
Era primavera de 1944 y a
Lilianne y su madre, Sara, las tuvieron una semana encerradas en la sede de la
Gestapo en Nimes. “Después nos llevaron a Marsella, a la prisión de Les
Baumettes, en la que había muchos judíos, y toda clase de presos, pero buena
gente, la verdad”. Comenzaba en Marsella más de un año de horrible
cautiverio salpicado no obstante de golpes de suerte que le ayudaron a
sobrevivir, y que atribuye a que “sin duda hay un Dios o tengo un ángel,
porque a mí me salvaron mucha gente, de muchas cosas. Por ejemplo, venían los
comandantes alemanes, de vez en cuando, a ver si cogían a una mujer para…
pasar el tiempo, usted me entiende ¿no? y como yo era la más joven, dijeron
¡esta, esta!, pero la directora dijo ‘no, esta está con pulmonía, está mala,
está para morir’. Así que me rechazaron. Cuando se fueron, ella me dijo ‘te he
salvado la vida’, y es verdad, si no yo no sé dónde estaría…”
A los pocos días los
trasladaron a un pueblo al lado de París: “Llegamos a un tren y había
muchísima gente, niños, viejos, jóvenes, de todo… me acuerdo de una pareja de
recién casados que estaban allí, los pobres, el viaje que hicieron de
novios…”. La descripción del trayecto hasta Auschwitz recuerda a las
películas más duras sobre el Holocausto judío, con vagones de carga llenos:
“Fue un día entero o día y medio de viaje, sin nada de comer, en un vagón
de los que sirven para trasladar caballos, no se crea usted que íbamos
sentados, no había sitio, como mucho en el suelo”. Era el último tren de
judíos que salió de Francia, y en él viajaron miles como Lilianne, y como ella
engañados e ignorantes de su destino: “Nos dijeron vais a ir a un campo, a
trabajar la tierra… mentira”.
La escena que vivió
después de que el tren traspasara la siniestra puerta de Auschwitz-Birkenau,
bajo el letrero cruelmente irónico que decía ‘El trabajo os hará libres’, y una
vez que el gentío cautivo culminara su nuevo éxodo, quiebra por primera vez la
voz de Lilianne, incapaz de reprimir el llanto: “Después de bajar del tren
empezaron a separarnos, los hombres por un lado, las mujeres por otro… y a
los niños los cogían para llevárselos, y las madres llorando… eso fue lo
peor… Porque en los campos no había niños -asegura cuando recupera el habla-.
Cuando veo la película esa del pijama de rayas ¡mentira! allí no había niños,
todo eso es mentira, ni niños ni viejos. Los separaban en cuanto llegaban y se
los llevaban a las cámaras de gas, por eso cuando veo esas películas digo que
es mentira”.
“Para empezar, al
entrar te desvestían, te cortaban el pelo al ras, y te ponían el pijama de
rayas con un pantalón, una camiseta y ya; y unos ‘sabots’ ¿cómo se dice en
español?, alpargatas, no, ojalá; estos que son de madera ¿zuecos? ¡Eso! nada
más, sin nada, con un frío que teníamos … A mí ya me dieron un bofetón de
entrada porque no me quería desnudar. Yo tenía 15 años, cómo me iba a desnudar
allí”. Los malos recuerdos de Lilianne brotan a saltos: “Dormíamos en
literas, cuatro o cinco o seis en cada cama, que no podías ni darte la vuelta;
por las noches nos duchaban con agua fría, nos daban de comer una cazuela de
sopa una vez al día, y un trocito muy pequeño de pan. Éramos esqueletos
andantes, todo el mundo igual, y encima nos daban mucho bromuro para que no
pensáramos en nada, para dormirnos. La mala alimentación y el bromuro hacía que
ninguna de las que estábamos allí tuviéramos la regla”.
El hambre permanente
empujaba a todas a robar: “Por la noche, a la hora de dormir, mucha gente,
yo la primera, íbamos a robar pan a los otros, así muy despacito, claro, porque
había que comer; y eso que si te cogían ibas derecha al crematorio, ¡cuánta
gente fue!”. En medio de ese peligro apareció de nuevo el ángel de
Lilianne: “Una vez que yo había robado pan y lo llevaba escondido, vino
una alemana a hacer un cacheo, y ahí yo ya me dije ya está, ya me cogieron, no
voy a ver más a mi madre ni a mi padre, me van a matar… pero empezó a
registrarme y ¡no encontró nada! Sin embargo, cuando salí, allí estaba el pan,
bajo la ropa. Algo extraordinaio. No era mi hora”.
La vida que tuvieron allí
consistía en trabajar, “llevando tierra de un sitio a otro”, desde
las cinco de la mañana, (“nos levantaban con el látigo”) hasta las
cinco de la tarde, hora en que sonaba la campana, “y si no trabajabas a su
gusto te pegaban golpes. A mí me dieron una vez uno que me hizo una herida en
la pierna y me llevó al hospital ¡porque tenían hospital, mira tú cómo eran! Si
estabas malo te hospitalizaban, pero si estabas demasiado mal te mandaban al
crematorio. A causa de esa herida no podía andar, pero el propio Himmler
(dirigente nazi coordinador y cerebro de la red de campos de concentración y
exterminio) hizo una vez una inspección al hospital. Y la doctora, creo que era
una rusa prisionera, me dijo que aunque me doliera mucho caminara normal, y me
dio una pastilla para que aguantara. Así pude pasar la inspección, salvándome
de nuevo”.
Pero el peligro de ir al
crematorio era constante. Las selecciones eran periódicas. “Si veían que
estabas muy mala te condenaban. Y la mitad no pudieron resistir. Si tenías
alguna enfermedad normal, como un resfriado, estaban los médicos y el
hospital”. El periodista ha leído que al menos en la clínica se estaba
mejor, porque no había obligación de trabajar, pero la interna número 5528
desmiente su impresión con una realidad más rotunda: “¿Mejor? ¡no! porque
entonces no sabías si vendría alguien a decirte que te ibas al crematorio.
Siempre dependía todo de tu suerte”.
Lilianne y su madre
estuvieron dos veces a punto de pasar a la cámara de gas y las dos veces actuó
su ángel. “Allí no te decían a dónde ibas, te sacaban a gritos ¡fuera,
fuera! ¡raus, raus! y te hacían esperar, pero los alemanes son cuadriculados, y
tenían un cupo para cada vez. Si tenían pensado matar a noventa, la noventa y
uno se quedaba fuera, si pensaban en 100, la 101 se salvaba. En las dos
ocasiones en que nos sacaron, nos quedamos fuera por muy poco”.
En el campo todos los
días eran iguales. Resulta difícil imaginarse qué pensamientos recorrían las
mentes de tanto condenado a morir más tarde o más temprano. “Una vez
estábamos allí, éramos como sonámbulos -aclara Lilianne-, no pensabas en nada
malo ni bueno, andábamos como drogados, como tontas con el bromuro. Cuando se
hablaba, sólo se hablaba de tonterías, sí, de comida, de cuándo íbamos a salir,
pero sin ningún sentimiento, no se hablaba de cosas normales, yo creo que no
sabíamos lo que estábamos diciendo, yo podía ver un muerto, lo pisaba y seguía
andando”.
Nadie preguntaba para qué
las tenían allí. No se hablaba de esperanza. “Dicen que es lo último que
se pierde, pero en realidad es que no sabíamos qué pasaría el día de mañana.
Porque a las cinco de la mañana nos ponían a todos en fila, nos contaban
cincuenta mil veces, con un frío que hacía… Todo eso bajo la atenta mirada de
los kapos, prisioneros que ejercían de vigilantes. “Eran los más antiguos,
los primeros que cogieron que eran polacos. Estos sí que eran malos, eran
también judíos y sin embargo nos pegaban; por esto es que a los polacos no los
puedo ver”.
¿Sería posible que en
aquel infierno hubiera momentos buenos? “Momentos buenos ninguno. A veces
nos imaginábamos cuándo nos iríamos a casa y luego pensábamos, sí,claro a
casa…” ¿Sería posible hacer amigos? “Puff ¿amigos? Compañeros, si quieres.
Una vez que estás allí, no hay amigos ni se quiere a nadie. Las únicas éramos
mi madre y yo” ¿Sufrieron intentos de abusos las mujeres? “Sí, con lo
guapa que éramos, como esqueletos vivientes…” ¿Nunca intentaron escapar?
“¿Cómo? ¡no! ¡te mataban!”
Pero el infierno que
Primo Levi describió en Si esto es un hombre y sobre el que dijo que eliminaba
cualquier rasgo de humanidad resultó ser un terrible purgatorio del que algunos
afortunados pudieron salir. El avance de las tropas rusas por el frente del Este
al final de la Segunda Guerra Mundial era también el avance de esa esperanza
tan esquiva. Los alemanes iban desalojando campos de trabajo y trasladando a
sus debilitados internos hacia el Oeste, en lo que se conocería después como
‘marchas de la muerte’ porque la mayoría de los presos fallecieron en el
camino. Los enfermos fueron abandonados en las clínicas de los campos, como
ocurrió con Sara, mientras su hija Lilianne era llevada en trenes sucesivamente
a los de Dachau, Bergen Belsen y finalmente Mathausen. Era la primera vez que
madre e hija se separaban en todo su cautiverio.
“Cogí muchos trenes
-rememora-, y cuando llegué a Mathausen, de los cien que viajaban en el vagón
sólo me salvé yo. Alguien abrió el portón y dijo ‘todos han muerto’, pero yo
grité desde el suelo ‘no no, yo estoy viva’, je suis ici, estoy aquí’, y pasó
una cosa más rara… alguien, no sé si alemán o español o francés me cogió y me
puso en una carretilla, y cuando quise volverme para darle las gracias, ya
había desaparecido. A lo mejor el que me cogió fue ese ángel”. A los pocos
días llegaron las tropas estadounidenses. Era abril de 1945. “Yo vi llegar
un coche de noche y me dije ‘dios mío, otra vez los alemanes que me van a
llevar’, pero no, eran los americanos, que me envolvieron en una manta y me
llevaron al hospital”. De Mathausen, un campo con muchísimos presos
españoles, conserva Lilianne un recuerdo muy especial, una medalla de Santa
Rita que le dio un prisionero republicano para que la protegiese. La guarda tan
bien que fue incapaz de encontrarla durante la entrevista. “Ahora voy a
estar toda la noche sin dormir buscando la medalla, ya verás”, lamentaba.
El esqueleto andante que
era Lilianne posó para una foto que es la que aparece en este reportaje. Pesaba
todavía 19 kilos un mes después de su liberación. “Y eso que ya me hartaba
de comer”, cuenta. Siguieron muchos días de confusión y recuperación.
“Yo estaba segura de que mi madre había muerto en Auschwitz, y no sabía si
mi padre seguía vivo en Tánger. Me preguntaron a dónde quería ir, y yo respondí
en seguida que a París, donde recordaba que vivía la madre de una amiga mía,
Madame Combay. En París, la primera cosa que vi, nada más bajar del avión, fue
a un chico con un montón de pan, y cogí a este niño (llora de nuevo)… el pan,
era la obsesión, tener pan. Poco después, ya en un cuarto estupendo que me
preparó madame Combay, yo dormía con el pan agarrado, y la chica interna me
decía ‘no te preocupes, que no te lo van a robar’, pero yo no podía soltarlo.
Esa obsesión todavía me dura en cierta forma”.
Entonces Lilianne fue
noticia, se trataba de la superviviente francesa más joven del exterminio nazi,
y mucha gente iba a visitarla, algunos querían adoptarla. La noticia de su
liberación y la de su madre apareció en el periódico La Depéche de Tánger el 18
de julio de 1945. El padre pudo por fin celebrar el reencuentro de su familia,
repartiendo comida a los pobres en Tánger, viajando a Francia en un avión de la
Cruz Roja y llevando 40 kilos de comida para las dos, ya de vuelta en Nimes.
Pero antes, la hija tuvo que pasar por el calvario emocional de volver a ser
persona. “Yo era una persona nula cuando salí, me decían que estaba sola
en el mundo, veía a la gente llorando a mi alrededor y no me importaba. Hasta
que un médico estuvo una noche entera hablándome y por fin estallé, lloré y esa
fue mi salvación”.
Salvada, pero con
memoria. Lilianne no puede olvidar todo aquello: “No se puede
olvidar” afirma rotunda, mientras su marido recuerda que sólo una vez se
ha despertado de noche gritando ¡los alemanes, la Gestapo! Tampoco ha querido
volver, como sí han hecho otros supervivientes, a Auschwitz: “¿Volver,
para qué? ¿para ver todo aquello, las fotos, los zapatitos de los niños…?
-vuelve a llorar-. Sí he estado en el memorial Yad Vashem de Tel Aviv, y fue
terrible, me pusieron en un cuartito donde se sentaban los niños -vuelve a
llorar- … he visto tantas cosas… por eso cuando nacieron mis niños los
abrazaba tan fuerte, y después igual, y mi familia me decía ‘siempre estás
igual con los niños’… Cuando ya me casé con Samuel, la primera preocupación
era cómo iban a salir los niños, porque con tanto bromuro… Pero ahora tengo
tres hijos maravillosos”.
La Lilianne que no se
llama Lilianne sigue teniendo miedo, después de 70 años, y se mueve entre la
esperanza de que Dios no permita que se repita un Holocausto y el temor a que
suceda de nuevo: “No creo que vuelva a pasar, pero digo que si ocurre cojo
a mis hijos y los tiro por la ventana, como vi yo que hacían en Francia, antes
de que los cogieran. Tú pasas, tú ríes pero cuando estás sola ves que aún
tienes miedo y piensas dios mío ¿y si pasa otra vez?”.
Por eso responde rotunda
cuando se le pregunta si ve bien que se mantenga el testimonio de los campos y
los memoriales: “¡Sí! para que la gente vea lo que pasó”. ¿Y usted
cree que los alemanes lo sabían? “Yo creo que sí, a lo mejor los más
chicos no, y puede que muchos se opusieran, pero yo a los alemanes no les he
podido perdonar. Después he conocido a muchos, y he visto cómo han llorado
cuando les enseñaba el número, pero no puedo, no puedo… no sé, algo tienen
contra nosotros”.
El periódico de Tánger
que recogía la noticia de la vuelta a la vida de Lilianne y su madre se
preguntaba en 1945: “¿Qué castigo se puede infligir a los criminales de
guerra, a los grandes y los pequeños, para hacerles expiar tamañas
infamias?” Pero ella se hace otras preguntas: “Todavía yo, muchas
veces, cuando cojo un libro o veo imágenes de aquella época me acuerdo del
campo y pienso ¿era yo realmente aquella, no sería otra?”.